Una de las cosas más interesantes de las que escribir en un blog son las estadísticas. Las estadísticas muestran claramente que la gente no lee lo que no le agrada. Asumir la responsabilidad de un problema es desagradable, y como consecuencia, imagino que este artículo no será demasiado popular entre el público de la industria aérea.
La cuestión del impacto medioambiental del transporte aéreo es un problema complejo. El transporte aéreo trae consigo beneficios socioeconómicos sustanciales, y por lo tanto, hace que los políticos, la industria y la sociedad civil miren hacia otro lado cuando se enfrentan con una verdad incómoda.
La contaminación del aire procedente de la actividad de transporte aéreo está en aumento.
En economía, las externalidades son costes o beneficios que afectan a un tercero no involucrado en la transacción económica. La contaminación del aire es uno de ellos. A diferencia de la contaminación acústica, que se gestiona más o menos en el ámbito local, la escala geográfica de la contaminación atmosférica va más allá de cualquier jurisdicción. No existe legislación nacional, regional o local que impida la llegada de contaminantes atmosféricos generados en el otro lado del mundo.
El transporte aéreo libera anualmente millones de toneladas de todo tipo de gases a la atmósfera. Dióxido de carbono, óxidos de nitrógeno, dióxido de azufre, metano, metales pesados, partículas y otros turbios componentes químicos atraviesan sin control cualquier frontera internacional. Dado que la atmósfera permite una difusión rápida y generalizada de los contaminantes, el efecto sobre el medio ambiente no es rápido y directo. Es más bien a largo plazo y de forma acumulativa. En otras palabras, sus efectos pasan desapercibidos durante años hasta que ya es demasiado tarde.
No sería justo acusar a la Industria Aérea de no estar estudiando este asunto. Cada año se diseñan nuevas tecnologías. El problema de la reducción de las emisiones en origen se está abordando. Las emisiones de contaminantes del aire, por pasajero-kilómetro, se han reducido considerablemente gracias a motores más eficientes y limpios. En el lado positivo, las emisiones de los contaminantes más nocivos, a pesar del incremento en el número de aviones, han disminuido. Pero lo cierto es que las emisiones de dióxido de carbono han aumentado. La demanda del transporte aéreo crece impulsada – como era de esperar – por la propia eficiencia en el consumo de combustible. Viajar en avión es más barato que nunca. Como consecuencia de ello, las emisiones netas generadas por la industria aeronáutica sigue todavía en aumento.
Las líneas aéreas, la principal fuente de emisiones, recolectan los beneficios del negocio pero rara vez soportan los costes medioambientales. Los costes de la limpieza del medio-ambiente no están incluidos en el precio del billete. Debo admitir que la cuantificación de estos costes es casi imposible. Incluso si fuera posible, llegar a un acuerdo a nivel mundial sería propio de una novela de ciencia ficción. Como consecuencia de todo ello, el embrollo medioambiental generado por los pasajeros vuela gratis.
Aquellos que piensan que una tasa preventiva contra el impacto ambiental estrangularía el transporte aéreo están equivocados. Los habitantes del Londres medieval arrojaban diariamente todo tipo de basuras y el contenido de sus orinales a la calle. Hoy la normativa es muy estricta, y sin embargo, la economía de Londres es más próspera que nunca.