El 21 de mayo de 1927 el piloto americano Charles Lindbergh culminó una travesía de más de 5.700 kilómetros después de pilotar durante 34 horas su The Spirit of St. Louis, convirtiéndose así en el primer aviador que en solitario unía los continentes europeo y americano. Además de la evidente componente épica de esta hazaña, la travesía tenía también un trasfondo económico. Ocho años antes, Louvie-Juzon, el propietario del Hotel Lafayette en Nueva York ofreció un premio de $25.000 para aquel aventurero que consiguiera unir por aire Nueva York con París.
La visión USA sobre las terminales aeroportuarias se centra simultáneamente en dar el mejor servicio operativo y obtener el mejor resultado económico.
Ochenta años después, en el mes de abril de 2007, durante una toma de datos en la base militar francoalemana de Leluc en Francia, cuyo objetivo era recabar información que ayudara a un equipo de AERTEC en el diseño de un hangar de mantenimiento para helicópteros Tigre en la base de Almagro, conocí al piloto alemán Franz Sluter. El comandante Sluter me explicó que el programa “Tiger”, una iniciativa conjunta de varios países para el diseño y fabricación de un helicóptero de combate europeo cumplía en ese momento casi 12 años. Transcurrido ese período el aparato aún no se encontraba operativo; seguía en fase de pruebas.
En el transcurso de esa amena conversación, el comandante comparó el programa Tigre con su homónimo americano, la iniciativa de la que había surgido el helicóptero de asalto Apache. Básicamente la diferencia residía -me explicaba Sluter- en el enfoque con el que se abordaron ambas iniciativas.
El helicóptero europeo formaba parte de una estrategia de consolidación de la industria europea de la fabricación de ese tipo de aparatos y buscaba fortalecer los lazos comerciales entre los países involucrados. Al mismo tiempo el proyecto tenía como aliciente la generación de un buen número de empleos cualificados en el seno de la UE. Con este planteamiento no es difícil entender que casi 3 lustros después el helicóptero aún no hubiera entrado en combate.
En el programa Apache por el contrario el gobierno americano realizó un encargo detallado y específico a 3 empresas de prestigio. Les impuso un tiempo limitado para presentar sus propuestas de diseño estableciendo una serie de premisas muy claras, y finalmente eligió aquel planteamiento que mejor se adecuaba a sus necesidades. Una vez tomada la decisión, el único objetivo era fabricar el prototipo y ponerlo en el aire lo antes posible. Así fue cómo, 3 años después, el helicóptero Apache pasaba a formar parte de cada misión de combate sobre el terreno que precisara de cobertura aérea.
Estos dos ejemplos, separados casi un siglo entre sí, ilustran a la perfección cómo se ha entendido -y parcialmente aún se entiende- el transporte aéreo y el negocio de la aviación a ambos lados del Atlántico. Incluso la colonización del espacio hoy en día está liderada por importantes empresas norteamericanas que superan en presupuesto y objetivos al programa estatal que abandera la todopoderosa NASA.
De igual manera, en los inicios que marcaron las características de la tipología de la principal infraestructura que da soporte a esta actividad, las terminales aeroportuarias, ocurrió exactamente lo mismo. Veamos por qué.
El modelo americano
Efectivamente el desarrollo del transporte aéreo en el nuevo continente, y por extensión de sus aeropuertos, estaba liderado por intereses privados y la búsqueda del beneficio económico. Es una manera de proceder que refleja algunas de las diferencias entre las primeras terminales norteamericanos respecto de las europeas.
A mediados del siglo pasado, parcialmente debido a esta acentuada y temprana conciencia de negocio, muchas terminales norteamericanas se construyeron siguiendo un modelo modular, asociado a distintas compañías aéreas o a consorcios formados por varias de ellas. Ésta modularidad, se materializaba de dos maneras distintas:
- En el edificio terminal en su conjunto, dando lugar a modelos de terminales descentralizadas que podían dar servicio a una determinada aerolínea.
- Únicamente en los procesos que se dan en el lado aire, fundamentalmente el embarque. En este caso se contaba con un único procesador con distintos satélites, preferentemente longitudinales.
Al primer concepto pertenecen el aeropuerto de Kansas City y el de Dallas, ambos remodelados en la segunda mitad del siglo XX siguiendo este patrón. Sus principales objetivos eran, por un lado, conseguir la máxima modularidad posible, fomentando un crecimiento progresivo y, por otro, reducir todo lo posible las distancias a recorrer por parte de los pasajeros desde la “fachada lado tierra” hasta la puerta de embarque.
Un ejemplo del segundo modelo es el aeropuerto de Atlanta, el cual cuenta con un procesador central y distintos satélites longitudinales donde se sitúan las áreas de embarque. Este modelo es el que prioritariamente adoptan las grandes plataformas concentradoras de tráfico, conocidas como hub & spoke (concentrar y distribuir).
Sin embargo, el edificio que mejor ilustra este modo de proceder es el Trans World Flight Center en el aeropuerto internacional John Fitzgerald Kennedy de Nueva York, (también conocido como “T5”), diseñado en los años cincuenta para la TWA por el arquitecto finlandés Eero Saarinen. De hecho, el aeropuerto JFK se caracteriza precisamente por contar con varias terminales que son propiedad de aerolíneas. Edificios diseñados y financiados por las propias compañías aéreas.
El TWA Flight Center fue uno de los primeros edificios cuyo diseño actuaba como reclamo para atraer clientes, pasajeros. Eero Saarinen diseña la terminal cuidando el aspecto funcional, pero incorporando un novedoso componente comercial.
Así, desde el punto de vista de la operación, la T5 es una de las primeras terminales que cuenta con paneles electrónicos, sistema de megafonía, bandas de recogida de equipajes o pasarelas cerradas para los pasajeros. La intención era favorecer al máximo los procesos aeroportuarios. Pero al mismo tiempo su emblemática imagen en forma de pájaro, cuyo diseño buscaba cubrir todo el espacio con el mínimo material posible, incorporaba evidentes referencias a la identidad corporativa de TWA, lo que servía para explotar las oportunidades del mercado. Y, cómo no, contaba con espacios comerciales y una amplia y variada oferta de bares y cafeterías.
Las terminales aeroportuarias “made in USA” eran desde sus inicios edificios destinados a dar soporte funcional a la operación. Pero al mismo tiempo también daban a “soporte económico” a las empresas que los concebían y pagaban. Desde muy pronto estas empresas entendieron que el negocio no sólo estaba en el hecho de volar.