La aviación es, sin duda, el avance tecnológico más determinante del pasado siglo XX. No sólo cambió por completo el transporte aéreo, sino que cambió nuestros hábitos y nuestra forma de percibir el mundo.
A principios de ese siglo, y a pesar de que la aviación sufrió un desarrollo exponencial durante esos primeros años, un aeropuerto no era más que una pequeña pista de aterrizaje junto a la que se situaba un hangar donde convivían tripulantes, operarios y el propio pasaje. Con el paso de los años, el desarrollo de una aviación comercial más asentada trajo consigo una infraestructura más complicada y la aparición de las primeras estaciones de pasajeros, las cuales se situaban junto a los cada vez más amplios y completos campos de vuelo. Estas primeras estaciones de viajeros, diseñadas y ejecutadas por arquitectos, respondían exclusivamente a criterios tradicionales de concepción, ejecución y mantenimiento. Era toda la carga de la experiencia y la tradición puesta al servicio de este apasionante y emergente mundo.
Ingeniería y arquitectura, una simbiosis absolutamente indispensable para idear lo que hoy supone un edificio terminal.
Sin embargo, como sucede en todos los ámbitos del desarrollo humano, el progreso no está exento de cierta complejidad. Complejidad a nivel técnico, normativo, sociológico, etc… La aviación comercial comenzaba a ser lo suficientemente multitudinaria cómo para que su regulación fuera imprescindible. Es así como la ingeniería aeronáutica salta, con toda su fuerza y conocimiento, de las fábricas a los aeropuertos, diseñando, calculando, controlando al fin todos y cada uno de los elementos y procesos que allí tenían lugar. Y las estaciones de pasajeros, terminales ya, no iban a ser una excepción.
Así, durante los años 60 y 70, los terminales de pasajeros se concebían con criterios estrictamente ingenieriles. Tantas puertas de embarque dando servicio a tantos puestos de estacionamiento que albergaban aeronaves que transportarían a tantos miles de pasajeros. C’est tout. Hecho uno, hechos todos. El terminal de Málaga, por ejemplo, era idéntico al de Gerona, Alicante o Palma. Y qué decir de los edificios auxiliares como torres de control, hangares, edificios de instalaciones, etc.. cuyos criterios de diseño seguían exactamente el mismo patrón. En muchos casos, por increíble que parezca, aún hoy sigue siendo así.
A excepción hecha de algunos ejemplos como los de Eero Saarinen en Nueva York JFK (1962) o Washington Dulles (1966), la arquitectura aeroportuaria no existía como tal.
La confluencia de ambas disciplinas en este entorno no ocurriría de manera generalizada hasta bien entrados los 80. Como no, Sir Norman Foster, un maestro de la arquitectura industrial y del high-tech, aterrizó en el mundo de los aeropuertos con el revolucionario terminal de Stansted. Es allí donde, de la mano de los ingenieros aeronáuticos, los cuales proveían todos los datos necesarios para un correcto dimensionamiento del edificio y, a través de la técnica como leitmotiv de su arquitectura, Foster recuperó los elementos del modo de hacer arquitectura más tradicional, poniéndolos al servicio de este tipo de edificios y enseñándonos el camino que ha llegado hasta nuestros días: una simbiosis absolutamente indispensable para idear lo que hoy supone un edificio terminal. Algunas veces con resultados gloriosos y otras veces no tan afortunados.